Desde finales de febrero, la mayoría de los cazadores llevan sin pegar ni un tiro. Muchos de ellos, aficionados a la caza mayor, esperaban el corzo como agua de mayo. Pero el coronavirus les ha chafado sus planes.

En la mayoría de las autonomías su caza se permite desde el 1 de abril hasta el 31 de julio. Pero como debemos estar luchando contra el coronavirus, quedando recluidos en casa, tampoco podemos salir al campo con el rifle al hombro. Así que este precioso ungulado se “salva”, de momento, de una auténtica obsesión por conseguir un buen trofeo. Pues pocos creen que el 1 de abril se pueda salir del aislamiento.

Y digo obsesión, porque en los últimos 15 años la invasión de cazadores foráneos en algunas provincias como Teruel, Soria, Guadalajara, Segovia… se ha convertido en una competición por conseguir los mejores precintos que se otorgan a los cotos privados de los pueblos y que vienen siendo una importante fuente de ingresos para los municipios.

El precinto para poder abatir el corzo es una especie de brida numerada que concede el organismo correspondiente de cada provincia a solicitud del coto municipal, y que la ley obliga colocar en la cuerna del corzo cuando se caza. El hecho de no ponerla de forma correcta puede acarrear fuertes multas e incluso la retirada del permiso de armas.

Comentaba en otro artículo que en el mundillo de la caza ya no se habla cuántos corzos se pueden cazar en un coto determinado, sino de los precintos que tiene concedidos.

Lo cierto es que en algunas zonas, los precintos se han cotizado por cerca de mil euros. De manera que, muchos ayuntamientos han visto un dinero fácil que le viene muy bien a sus arcas. En general, los reguladores oficiales competentes dan el número de permisos según las hectáreas del coto. En otros casos son fieles a los planes técnicos de caza que el coto está obligado a presentar, pero son los menos. En ocasiones, el administrador de turno recorta el número de precintos solicitados y lo que consigue es que aparezcan los furtivos con pocos escrúpulos y cacen ejemplares poco selectivos.

La obsesión, una mala compañera

Tanta es la fiebre por conseguir el mejor trofeo de corzo, que cuando se ha cazado uno que, según los expertos presenta una cuerna espectacular, se ha procurado no decir el sitio donde se ha abatido para que ningún furtivo se acerque por la zona. Me refiero a esos trofeos que han sido récord de España, según las mediciones de la preciosa cuerna del corzo por la Junta Nacional de Homologación. Como se ve, un organismo rimbombante por el que tiene que pasar ese cazador con su “trofeo” para conseguir su certificación oficial y así presumir ante los amigos amantes de la caza.

Mal vamos cuando de la pasión que experimentan cientos de cazadores cuando salen al campo, pasa a ser una obsesión por la consecución de un buen trofeo. En este caso, creo que se derrumban muchos pilares que sujetan la caza y que deja sin argumentos a aquellos que defienden este deporte.

Sí, el fin de la caza es conseguir abatir un animal, pero la esencia no. Ese cazador de corzo que solo piensa en el trofeo y si lo consigue cuanto antes mejor, no disfruta del campo, del rocío y la escarcha de la montaña, de las aves que vuelan a sus pasos por el bosque, ni de esos comienzos de primavera cuando comienzan los árboles a dar colorido al campo.

Tampoco es capaz de sentarse tranquilamente en una piedra y disfrutar de todo lo que le rodea, de los sonidos del bosque. Además, no es una lucha de tú a tú con el animal en igualdad de condiciones. Como ese buscador de trofeos suele ser persona de posibles, no escatima en equiparse con los últimos adelantos en materia de armamento y de sofisticadas ópticas que le miden la distancia a la que esté el animal y cómo tiene que dispararle según el tipo de cartucho elegido.

La verdad es que los avances en materia de armas y otros artefactos en los últimos años ha sido impresionantes con el fin de ponérselo más fácil al cazador. Sobre todo al que abate piezas como corzos, ciervos, jabalíes, muflones, cabras monteses, gamos, sarrios, rebecos…

Entre cerros y barrancos

Ese cazador del corzo que se precie de serlo es el que baja y sube barrancos, alcanza los mejores cerros para otear a la pieza y sigue al corzo en caminatas interminables. No es ese otro que se aposenta en un mirador con su trípode a la espera de que aparezca el animal por un terreno querencioso y así dispararle.

Ese cazador auténtico es el que, aunque no haya podido disparar a ningún ejemplar, se va a satisfecho a su casa y rememora tranquilamente sus correrías por sierras y parameras.

Ese cazador ejemplar es el que el campo le ha dado una paz que necesitaba inyectarse en las venas tras el estrés de la gran ciudad. Y que si incluso ha disparado al precioso corzo, ha fallado el tiro y su enfado solo lo vive para adentro, sin agresividad, sin darle mayor importancia hasta que le llegue otra oportunidad.

Ese cazador serio es el que cuando ha abatido un corzo no se lleva solo la cabeza, el trofeo, y deja el cuerpo para que lo devoren otros animales. Lo suyo es aprovechar su carne natural.

En fin, que por un lado casi me alegro de que este grácil ungulado tenga su periodo de descanso ante tanto cazador obsesivo por hacerse con su cuerna y también de los furtivos que cada vez se mueven como pez en el agua por los cotos, ante la escasez de vigilancia de éstos y los pocos guardiaciviles que quedan por los pueblos de las despobladas provincias antes citadas.

Quizás este periodo de abstinencia obligatoria a la hora de tirar del gatillo puede servir para que algunos reflexionen sobre la caza deportiva de este animal… Sin perder la pasión.

Fuente. eldiariorural.es