En los últimos años se está imponiendo el imparable y progresivo avance de una preocupante tendencia: la de la aceptación de la técnica sin restricciones

A finales de septiembre de este inolvidable año de la Covid-19 ha causado cierto revuelo en el mundillo cinegético un vídeo difundido en Instagram en el que un venado, que descansaba echado de los agotadores requerimientos del celo, es abatido a 429 metros de distancia. Casi en las mismas fechas y en la misma red, otro mediático cazador comentaba su foto junto a un buen venado con estas palabras: «600 metros era lo que nos separa y una vez más mi XXXXX (se refiere a la marca de rifle que le patrocina) cumplió». Pocos días más tarde, una de las más conocidas revistas del sector anunciaba con mayúsculas y como gran suceso lo siguiente: «Caza tras un duro rececho un bonito ciervo con un disparo a 400 metros».

Los tres casos mencionados no pueden –aunque uno quisiera– ser reducidos a hechos aislados o anécdotas sin relevancia, sino que constituyen muestras claras del imparable y progresivo avance de una preocupante tendencia que parece estarse imponiendo en los últimos años en la caza: la de la aceptación de la técnica sin limitaciones. A la difusión de esa tendencia no son ajenos algunos de los más influyentes canales de televisión y revistas del mundo cinegético –en cuyas fachadas ondean las hoy ineludibles banderas de la ética venatoria y de la conservación– que alojan con creciente frecuencia espacios en los que se promociona y exalta la «caza» a distancias de moderno francotirador militar. (Al redactar estas líneas me llegan, por ejemplo, noticias de un programa en el que se pretende realizar, para exhibirla luego, la «proeza» de abatir un arruí a 1.200 metros).

Mecanismos de defensa

Debería ser innecesario tener que salir a recordar que no se puede considerar caza el abate de un animal desde tan lejos que no se siente amenazado y, por tanto, no despliega sus instintos y mecanismos de defensa, pues la caza es precisamente el juego para vencerlos, juego en el que unas veces debe poder ganar el cazador y otras la posible presa. Si el primero recurre a los apabullantes medios técnicos de que dispone, no hay juego que valga. O, dicho en palabras de nuestro mayor filósofo: «La superioridad del cazador sobre la pieza no puede ser absoluta si ha de haber caza». En la jornada de rececho a la que puso remate el vídeo mencionado en primer lugar y una vez agotados los recursos del cazador para recortar la suficiente distancia al animal, ¿no habría sido más correcto, en vez de recurrir a la ingeniería óptica y balística para inclinar definitivamente la balanza, reconocerle al venado que ese día –al escoger, merced a su instinto o inteligencia, un lugar para su reposo desde el que evitaba cualquier peligro en un radio de 400 metros– había ganado la partida y retirarse? Incluso la mirada sencilla pero sagaz de alguien como Juan Lobón percibe la diferencia entre caza y tiro: «La puntería que arregla lo que el cazador lleva estropeado, no es mérito sino un recurso. ¿Para qué hace falta puntería cuando uno sabe arrimarse al animal hasta tenerlo a cascaporro? Lo de cazador es eso, arrimarse al animal avisado y quedarse con él, con la escopeta o a bocados».

Abusar de las ventajas nunca fue elegante. Si la caza, en pleno siglo XXI, es despojada de sus necesarios componentes de fair-play y deportividad, queda condenada a una actividad de muy difícil defensa. Y, en mi opinión, en el intenso debate que se ha producido entre aficionados, no se ha desplegado una sola razón sólida que justifique la reciente moda de dejar de ser cazador a la antigua para convertirse en sniper. Tan solo se ha recurrido a la vieja táctica de la confusión, mezclando en confuso revoltijo dos argumentos: por un lado, el muy socorrido relativismo de que cada cual haga lo que quiera mientras no esté prohibido por la ley, sin darse cuenta de que el inútil empeño de defender lo inaceptable ante unos contemporáneos mayoritariamente incapaces de matices y distingos en este negocio llevará con toda probabilidad al irremediable fin de lo aceptable; y, por otro, el de la evidente dificultad de establecer límites perfilados en cualquier asunto que con la ética tenga que ver. ¿Por qué no es admisible abatir un venado a 429 metros y sí, por ejemplo, a 180? ¿Y por qué va a ser válido cazar jabalíes de noche con un moderno y luminoso visor y no con un térmico? ¿Es la solución volver al arco, si para un indio yanomami un moderno «poleas» representa ya un enorme salto de tecnología y capacidad mortífera? Y uno, al sentirse muy solo en la intemperie de una afición vapuleada, no tiene más remedio que acudir a los maestros en busca de un consolador cobijo que tarda poco en encontrar:

«El hombre […] podría aniquilar de modo fulminante y facilísimo la mayor parte de las especies animales, por lo menos precisamente esas que se complace en cazar. Lejos de hacer esto, contiene su poder destructor, lo limita y regula […]; y, sobre todo, en el trato venatorio con ellas les deja, en efecto, su juego. […] De suerte que si el hombre desea cazar no tiene más remedio, quiera o no, que hacer esa concesión al animal. […] Si no lo hiciera, no solo destruiría a los animales, sino que destruiría, de paso, el cazar mismo que le ilusiona. Hay pues en la caza como deporte una libérrima renuncia del hombre a la supremacía de su humanidad».

Han pasado casi ochenta años desde que Ortega escribiera estas líneas, que para algunos de nosotros siguen plenamente vigentes, y exactamente medio siglo desde que Delibes, navegando a su estela, redactara un párrafo también hoy de plena actualidad:

«Porque en asuntos de caza, el dilema es claro como el agua: o aceptamos la incorporación de la técnica a la caza y se va todo a hacer puñetas o impedimos a cualquier precio que la técnica invada el campo de los deportes naturales. No hay más. Hemos de convencernos de una cosa: la irrupción de la técnica en el campo y su aplicación a la caza nos conducirán inevitablemente a su destrucción».

Aun así, el asunto no es fácil. Un buen ejemplo puede ser la caza del corzo con reclamo, una modalidad tradicional en muchos países y que exige del cazador saber elegir el emplazamiento adecuado, alcanzarlo en silencio, taparse el aire… Y exige incluso práctica y arte para reproducir con suficiente fidelidad las distintas llamadas del corzo. Así vista, y aunque muchos le encontrarían peros, se trataría de una modalidad de caza aceptable. La barrera, sin embargo, se traspasaría en el momento en que el reclamo bucal fuera sustituido por una grabación electrónica. Todo muy relativo y difuso pues.

El animal y la propia conciencia

No hace falta profundizar mucho más para llegar a la conclusión de que el límite que da título a este artículo es inevitablemente variable y debe establecerlo cada uno en cada ocasión. Precisamente quizás en esto esté la gracia del reto que ante el aficionado se abre en toda nueva jornada de caza: él, solo en el monte, frente al animal y su propia conciencia. Pero apoyarse en la dificultad de establecer una raya en la distancia de tiro aceptable y adecuada para así defender que abatir un desprevenido venado tumbado a más de 400 metros es una acción cinegética válida, resulta tan capcioso como mantener que no hay diferencia entre una bofetada y una palmada cariñosa en una mejilla argumentando que en ambos casos se trata del contacto de la mano de uno con la epidermis del otro y es imposible fijar el límite objetivo de intensidad en el contacto que las diferencia. El que quiera tirar al blanco, tiene sin duda derecho de hacerlo. Lo que parece más dudoso es que sea aceptable realizar esa práctica sobre seres vivos. Una mayoría de nuestros contemporáneos, queramos verlo o no, nunca lo entenderá ni considerará éticamente válido. Y yo, que soy cazador hasta las cachas, tampoco.

Corren malos vientos para la caza en una sociedad posmoderna que juzga frívolamente cualquier asunto por la mera apariencia de una imagen en las redes sociales y, ajena a la verdad de la Naturaleza, inventa un mundo que no es. Si las acciones que han motivado la redacción de este artículo han provocado rechazo en un buen número de cazadores, ¿cuál no será el impacto que, si siguen proliferando, tendrán en la percepción general de la caza y, por tanto, en su futuro?